Capturar en nuestra retina el atardecer desde los travertinos de Pamukkale era uno de los grandes objetivos en nuestro segundo viaje por Turquía. Puede que al oír su nombre no sepas de qué te hablo pero si te muestro un par de fotografías seguro que has visto este lugar muchísimas veces y te han entrado ganas de visitar Pamukkale.
Habrás contemplado esa idílica estampa en anuncios, fondos de pantalla y en publicaciones. ¿Es algodón? ¿Nieve? ¿Hielo? ¡NO! Son minerales (calcio, bicarbonato…) provenientes de las fuentes de aguas termales sobre las que se asienta Pamukkale, y que con el paso de los siglos se han petrificado dando lugar a formaciones geológicas que parecen cascadas congeladas. ¿No es maravillosa la naturaleza? No la destruyamos, por favor.
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Cómo llegar
Llegamos a Pamukkale directas desde la ciudad de Antalya. Como te contamos en el post del itinerario de esta ruta por Turquía decidimos desplazarnos en autobús, ya que habíamos leído que eran muy cómodos y a un precio fantástico. Y lo corroboramos. En trayectos no muy largos merece mucho la pena coger un bus porque la mayoría cuentan con pantalla interactiva, asientos reclinables, snacks y agua gratuita.
En este caso el autobús no te deja directamente en Pamukkale, sino en la ciudad de Denizli. Solo tienes que bajar a la planta baja de la estación de autobuses y montarte en un minibus que en 15 minutos te deja allí por el módico precio de 4 liras (80 céntimos de euro). La mayoría de la gente que coge este bus es local, así que es una experiencia que te recomendamos.
Si prefieres desplazarte en avión el aeropuerto más cercano es el de Denizli. Desde Estambul hay vuelos diarios que en una hora te dejan allí.
Alojamiento
Nuestra elección fue el Hotel Sahín. Un alojamiento sencillo pero muy bien ubicado, justo frente a los travertinos, y en cuya terraza puedes desayunar, comer o cenar con unas vistas muy chulas. El dueño nos trató genial y nos ayudó a contratar el vuelo en parapente. Además tiene una pequeña piscina y un restaurante.
Visitar Pamukkale
Castillo de Algodón
Eran las cuatro de la tarde. Nada más dejar las mochilas en la habitación y cambiarnos de ropa para ponernos el traje de baño nos dispusimos a cruzar la carretera que separaba el hotel de la entrada a Pamukkale. Para acceder pagamos la entrada de 25 liras (8 euros) que incluye la visita al Castillo de Algodón y a Hierápolis. Ya estábamos allí: ¡el sueño se cumplía!
Consejo Cooltureta: Es obligatorio descalzarse para pasear por el ‘Castillo de Algodón’ por lo que te recomendamos que lleves una pequeña mochila o una bolsa para guardar tu calzado. No hay consignas.
Ya dentro puedes dedicarte a pasear por los distintos travertinos, disfrutar del increíble paisaje y de sus aguas termales dándote un baño que probablemente no olvidarás jamás. Era el mes de mayo y hacía una temperatura muy agradable, perfecta para probar los 37 grados del agua de los travertinos.
Subimos sin prisa, parándonos para tomar fotos, ya que íbamos sobradas de tiempo para llegar hasta el punto más alto de Pamukkale y contemplar desde allí como se escondía el sol. Es curioso, pero a la entrada pudimos bañarnos en un travertino prácticamente solas, sólo había un turista con la cara llena de barro blanco porque teóricamente las sales que se acumulan en el fondo de las piletas son beneficiosas para la piel. Conforme ‘escalábamos’ el castillo, íbamos encontrando más gente. Por lo que si quieres es un poco de intimidad o tranquilidad a la hora de darte un baño por nuestra experiencia te decimos que cuanto más abajo, mejor.
En la mayoría de travertinos no permiten el baño, ni siquiera el acceso. Un cordón prohíbe el paso como medida para preservar este lugar tan espectacular. Y es que antes de que la UNESCO interviniera en Pamukkale había una industria turística salvaje y descontrolada, había incluso hoteles en la parte superior del ‘castillo’ que desviaban el agua de los travertinos a sus piscinas. Afortunadamente se derribaron.
Cuando llegamos al punto más alto alucinamos con las vistas que hay desde allí de toda la ciudad. Nos sentamos, metimos los pies en el agua y esperamos a que llegara la puesta de sol. La luz cambiaba por momentos el paisaje que teníamos frente a nuestros ojos. Las imágenes, en esta ocasión, valen más que las palabras.
Los últimos rayos del sol del día cubrían el manto blanco del Castillo de Algodón. Un momento muy especial, de esos en los que te dices a ti misma “sí, por esto amo viajar”.
El Anfiteatro de Hierápolis
Tras contemplar la puesta de sol, nos calzamos las zapatillas y nos fuimos a merodear por Hierápolis a nuestro aire. Aunque como ya se nos había hecho tarde nos fuimos directas a por la ‘joya’ de la antigua ciudad helenística: el anfiteatro romano.
Aunque veníamos de asombrarnos con el Teatro de Aspendos, uno de los tres mejores conservados del mundo y el más espectacular que hemos visto hasta la fecha, nos sorprendió para bien el buen estado de conservación en el que se mantiene. Especialmente la cavea, que aún tiene su forma original y en su momento era capaz de acoger hasta 20.000 espectadores.
Por fortuna, nosotras estábamos completamente solas porque a esas horas el recinto empezaba a cerrar sus puertas, cosa que descubriríamos unos minutos después (sí, somos muy despistadas). Allí nos quedamos durante una media hora subiendo y bajando los escalones, tomando fotos y probando el eco del recinto.
Después de visitar Pamukkale, cuando ya se había hecho de noche, decidimos que era el momento de emprender el camino hacia el pueblo para cenar e ir al hotel. Aquí viene la anécdota de la jornada. Pensábamos descender los travertinos y emprender el mismo camino que habíamos hecho para subir. Pero se había hecho de noche y apenas había iluminación, por lo que descartamos esa opción. Ya no había ni un solo turista allí. Una de las vigilantes del recinto nos indicó más o menos cómo podíamos salir de allí por uno de los accesos que se encuentra en la parte de arriba.
Acabamos andando un rato solas, con dos linternas encendidas gracias a nuestros móviles y sin saber con mucha certeza adónde iríamos a parar. Afortunadamente llegamos al acceso y otro vigilante muy amable nos llamó a un taxi para que nos bajara hasta el pueblo de Pammukale porque lo teníamos como a unos seis kilómetros pero teníamos que bajar por una carretera sin arcenes, con curvas y sin luz. ¡Menos mal que los turcos son muy majos y siempre están dispuestos a sacarte de un apuro!
Con esta ‘aventura’ nos despedíamos de otro día fantástico en Turquía. Pero no un día cualquiera, sino uno en el que habíamos tachado un sueño viajero de la lista.

Final de viaje en Pamukkale